Dolor y esperanza en «Amour», lo último de Haneke

Emmanuelle Riva es Anne en "Amour"

Emmanuelle Riva es Anne en «Amour»

La última película del director austriaco ha optado por una factura más clásica con el fin de sumergir al espectador de una manera más eficaz en el mundo que nos presenta. Esa factura facilita la inmersión en la cotidianidad de una pareja de acomodados jubilados parisinos, de tal manera que el espectador siente como suya esa realidad de zapatillas de estar por casa, desayunos en la cocina, CDs de música clásica y vueltas de un concierto de piano en autobús. Precisamente ese es el único exterior que veremos en toda la historia. Ese exterior, esa última noche en un teatro será el único respiro de aire fresco que tendremos en todo el metraje, la última noche de felicidad plena y tranquila de estos jubilados de pasado artístico y docente exitoso. El último momento en que van a vivir el disfrute de la música en directo, la integración relajada en un acto social en todas sus facultades. Esa misma noche, el insomnio de colores azules inquietantes muy en el estilo de «Caché (Hidden)» (2012) nos va adentrar en otra realidad, en otra pesadilla que se avecina como un presagio. El terror que se inicia, es paulatino, real e imparable como resulta la película. La enfermedad degenerativa que se ha iniciado en la mujer, va a ser el destino último, lento e inexorable de ambos. El terror de Hanecke no precisa buscar de otras entelequias, está aquí, es real y acecha latente en cualquier lugar. Quizá eso sea lo más inquietante de su cine: el acecho oculto, el terror en proceso.

En este caso, es un terror que puede estar comenzando en cualquiera de nosotros, de ahí que el espectador pase de sentirse observador a posible afectado. Uno se siente observando esta película como la protagonista en su última noche lúcida en el concierto. El proceso degenerativo está estudiado, escrito e interpretado con rigor austriaco. E incide en algo aún más inquietante: en su onda expansiva hacia los otros afectados, los familiares que se encargan de llevar cada día semejante drama. La soledad que padece este pareja de jubilados, hasta el punto de perder el sentido del tiempo, es una realidad que expone la película de modo crudo y conciso. Las tragedias nos dejan solos. La frase que el padre le dice a la hija para explicarle por qué no responde al teléfono es una de las más acertadas y definitorias de la actualidad: «Tu inquietud, tu pesar es otra carga más que ya no me merezco llevar».

Los sutiles momentos de humor, la escena de bronca laboral con la enfermera, son escasas pausas que llevan a la decisión final a favor de la eutanasia. Sin necesidad de subrayar este contenido ideológico, ni de hacer una declaración de intenciones, Haneke presenta el hecho de un modo lacónico y dramático. Las dos escenas finales de la película son de una ambigüedad compleja. La marcha de la casa del marido, ya solo desde hace un tiempo indefinido y degenerado como la propia enfermedad, se abre a múltiples interpretaciones. Y la soledad de Isabelle Huppert, en la casa paterna, con una carga que ella ahora ya sí nunca podrá evitar llevar.

Sin embargo, en todo este entorno dramático, surge un rayo de optimismo y esperanza que es el que lleva a dar título al film. El amor extremo y gratuito que es capaz de llevar a una persona a cargar el peso del sufrimiento de la persona amada, hasta el punto de hacerlo suyo y diluirlo en la medida de la posible, que puede hacer que la soledad de un ser humano no se haga patente en tanto tenga el apoyo de la gente que le rodea, y que la convierta, en definitiva, en una persona afortunada.

El árbol de la vida

El árbol de la vida es una de las representaciones más antiguas y que más se ha ido repetiendo a lo largo de la historia, símbolo cosmogónico de la vida, eje del universo y símbolo de fecundidad y resurrección, pasa de la tradición oriental antigua al cristianismo que lo adopta asociándolo rápidamente con Cristo crucificado. Por ello, no parece que el título del último film de Terrence Malick haya sido escogido al azar

Representaciones del árbol de la vida a lo largo de la historia: papiro egicio, cristo crucificado de Taddeo Gaddi en el refectorio del convento de Santa Croce de Florencia (s. XIV), tríptico de Gustav Klimt  (1905)

El árbol de la vida: Papiro egipcio, fresco de Taddeo Gaddi (Florencia, s. XIV) y tríptico de Gustav Klimt (1905)

“El árbol de la vida” (2011) es el sexto largometraje del director estadounidense en sus 40 años de carrera. Una carrera más intensa que extensa, en la que pasan años entre un estreno y otro, debido a lo meticuloso y concienzudo de su trabajo, lo cual demuestra en cada fotograma, con imágenes perfectamente estudiadas a nivel simbólico y formal, planos de cámara complejos y un lenguaje cinematográfico muy personal. A lo que hay que añadir que, debido a que no concede entrevistas ni se prodiga por los medios, su obra permite una mayor libertad de interpretación por parte del espectador, más allá de la verdadera intención del autor.

La estructura de la película se mueve al compás de la música que va sonando siguiendo los pasos de un réquiem en toda su solemnidad. El film es una oración, un poema que se desarrolla a lo largo de sus 138 minutos con saltos en el tiempo, del pasado al presente, retrocediendo a los inicios del universo, y con una fotografía que encandila por su elegancia, y cargada de imágenes sobrecogedoras.

Una película que deja de lado la narrativa convencional, para emplear un lenguaje poético en cada elemento que compone la escena con su simbología, para ir aumentando la narración a medida que avanza el metraje, desvelando la historia que Malik opta por contar, siempre cargado de gran simbología, con un hiperrealismo mágico a caballo entre el sueño y la realidad, en escenas como el vuelo de la mujer o su aparición en un ataud de cristal.

Al igual que los niños de Haneke en “La cinta blanca” (2009) presagiaban la sociedad que generaría el nazismo y la Segunda Guerra Mundial, los niños de Terrence Malik presagian la sociedad que creará la crisis económica actual, tal y como Sean Penn pronuncia al comienzo de la película: “todo esto por una panda de egoístas y la cosa va a peor…”. Y como decía Haneke: “Las guerras del día a día conducen a grandes guerras”. La base del odio empieza por la educación y el amor recibe en el seno familiar.

La educación de los niños mediante una serie de normas estrictas y de gran dureza pero sin ningún tipo de modelo ejemplar a seguir en un ambiente opresivo, con unos valores basados en la fuerza, la disciplina, el respeto a la figura paterna, es decir, los valores de una sociedad americana ideal, que en definitiva tornan en mentiras (se repite continuamente la palabra “mentiroso”), que contradice esa moral con la percepción de que hacer el bien no es garantía de que recibas lo que mereces en la vida, que Dios se puede llevar a niño inocente ahogado en el lago, que tus creencias no harán cambiar tu destino.

La creencia del sueño americano, que acabará destapando la irrealidad de ese sueño americano, con el fracaso laboral del padre, que reconoce reflejar en un hijo los errores cometidos en su propia vida, tras no haber cumplido sus sueños (dedicarse al mundo de la música), en vez de coger un trabajo convencional y frustrante para mantener a su familia.

Hunter McCracken en "El árbol de la vida", Leonard Proxauf  en "La cinta blanca" (2010)

Hunter McCracken en "El árbol de la vida", Leonard Proxauf en "La cinta blanca" (2010)

La historia comienza con el duelo de una madre que ha perdido recientemente a su hijo y deposita en la religión, y en las creencias en un Dios todas sus esperanzas, y termina con una apología de la muerte y la resurrección, siempre relacionado con la vida de Cristo. No se conocen las circunstancias de la muerte del niño, pero eso es intrascendente para el transcurso de la obra.

Se suceden escenas muy bellas y poéticas, los más bellos paisajes de la naturaleza, con volcanes y animales prehistóricos, que contrastan con las que muestran la inocencia del nacimiento, de la niñez en sus primeros pasos, esa inocencia que acaba perdiéndose en prácticas lejanas a la fantasía e imaginación que trata de inculcarle la madre, en pro de valores que le enseña el padre. La simbología de las puertas que abren paso a ninguna parte en las escenas finales, y el enigmático final en que los actores se reúnen en la playa con sus diferentes generaciones.

Técnicamente emplea los contrapicados, con la cámara a la altura de un niño, para ver la perspectiva del mundo desde sus ojos. La ruptura del raccord en las escenas iniciales le confiere ese dinamismo que accidentalmente descubrió Godard, pero que aquí el director emplea con soltura.

En resumen, es una experiencia sin igual, un canto a la vida, que hará reflexionar al espectador sobre los valores de la educación, la religión, la familia, el tiempo, que a pesar de que en la película que se desarrolla en mayoría en Texas en los años 50, parecen lejanos en el tiempo y en el espacio, pero que en realidad reflejan y tratan de explicar el momento presente que estamos viviendo.